22/11/10

Caminaba por una calle de Juchitan de Zaragoza (México)


La calle aún sucia de un festín que organizó la cuadra donde vivo, las mujeres en traje tehuano sentadas a la orilla de la calle viendo pasar los carros, los hombres al otro lado rodeados de cervezas vacías con los ojos rojos de alcohol. Los perros callejeros rebuscan entre la basura que quedó del festín, los niños se concentran en una bodega que tiene una máquina de juego de hace dos decadas y los adolescentes coquetean aislados sufriendo los perjurios del ocio y la inquietud que les genera su edad.

Yo nací y viví mi infancia en el Edo. Portuguesa en Venezuela. Yo sé lo que es esperar sentado en la acera ver pasar la caravana de carnaval de tu circuito, hecha con las mejores intenciones y los peores recursos. Se también lo que es esperar por esa cartelera de cine reducida a 2 salas y sentir esa emoción cuando ves pintado a mano la réplica del poster de la película que esperabas hace meses. Recuerdo montar bicicleta por la calle, sin sospecha de peligro, recreando historias de cuando fuese grande.

Todo esto para mi no es nuevo. Vivir en un pueblo como Juchitan de Zaragoza (Oaxaca, México) para mi no es nuevo. Pero no dejo de pensar si era realmente necesario volver a vivirlo. Me repito a mi mismo: estas aquí para trabajar, es necesario ganar experiencia internacional en tu campo, en lo que te gusta. No viniste a repetir tus 2 años de estudios en Europa. Basta de fiestas e inconciencias. No viniste a vivir romances, es más, deberías prohibírtelo. Pero resulta que soy más que eso y necesito sentirme que estoy haciendo algo más aquí además de trabajar, y ya lo sé: Vivo situaciones nuevas que en cierta forma vinculo con un pasado y las analizo según los criterios de vida que he agudizado con el tiempo. 

Hasta ahora, observo como en los rieles de un tren descansan inmigrantes centroamericanos que despiertan con el ruido del motor para continuar su viaje hacia el posible sueño americano. Me separa una pared de la bailarina del table dance al que fui un día y que no reconocí cuando me habló ayer vestida de "civil". Contemplo un pueblo que convive a diario con la diversidad sexual, que consideran además herencia cultural, donde Amaranta, un transexual discapacitado de un brazo, lidera un importante movimiento a favor de los derechos de los homosexuales y la lucha contra el VIH, mientras también disfruta del poder y el sabor de ser reconocida y respetada en ésta pequeña comunidad.

Descubro entonces que soy arriesgado por estar aquí, que vivo éste momento con todas mis ganas, suela sentirme muy sólo, que no me produce ningún deseo sexual las mujeres desnudas bailando en una barra ofreciendome su cuerpo y que me enfrento a un posible problema de homofobia al no poder conversar con un transexual sin considerar su arte.

1 comentario:

markosmo dijo...

El no crecer en una metrópolis desarrollada da la oportunidad de vivir mejor la infancia, de guardar cuadros en la memoria que luego fácilmente puedes identificarlos en cualquier situación, como te pasa ahora. Una experiencia se trata de eso, memorar el pasado, conocer el presente y explorar el futuro, lo estas haciendo bien.